Se acaba de estrenar en los cines españoles “La niña de la cabra”, una tierna y hermosa película sobre cómo se ve la oscuridad y lo misterioso de la vida desde la inocencia de la infancia, con un papel relevante de la fabulación de los niños. Pero no quiero reflexionar en estas líneas sobre esos niños, los niños niños, sino acerca de la vieja costumbre de algunas lugares de nuestra geografía patria de llamar “Niño” o “Niña” a determinados adultos. Se trata de una práctica que puede parecer extraña a los oídos forasteros, un fenómeno que se extiende por varias regiones del país, como Andalucía, Extremadura y algunas zonas de Castilla y León. Esta costumbre, que podría parecer una simple anécdota lingüística, está impregnada de significados más profundos: el término “niño” se utiliza como un signo de cercanía y afecto, un modo de romper las barreras formales que a menudo caracterizan las interacciones en otras culturas. Aquí, el uso de “niño” entre adultos es un gesto que simboliza la fraternidad, la amistad y la calidez humana. Se trata de una invitación a recordar que, en el fondo, todos llevamos un niño dentro, un ser lleno de sueños, risas y, sobre todo, de vida. Y tal vez esas alforjas han llevado los adultos y hasta ancianos que durante toda su existencia han ido acompañados del apelativo “Niño”. Mi pueblo no podía ser menos y a lo largo de los años se contabilizan niños adultos. Mi recordatorio particular alumbra una representativa nómina de hombres y alguna que otra mujer que siempre fueron niños: El Niño Vicente, el Niño Sete, el Niño Facor, el Niño Evaristo, el Niño Cipriano, la Niña Evaristo… Nombres y apelativos que han mantenido viva esa original tradición.Los motivos de esta curiosa costumbre son tan variados como los paisajes de España. Además, esta práctica se encuentra profundamente arraigada en la historia familiar, donde el término se transmite de generación en generación, reforzando la idea de la familia extendida y el sentido de pertenencia a una comunidad. En un mundo cada vez más globalizado llamar “niño” a un adulto es un acto de rebeldía contra la frialdad de la rutina, un abrazo verbal que se ofrece a quienes como los mayores de mi pueblo llevaron a gala tan añorada infancia. Tal vez porque eran “Niños del corazón".
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