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lunes, 27 de abril de 2020

En sus nombres

Dice mi amigo y paisano ,Ginés Reche, que estas semanas de aislamiento social son más llevaderas en el campo. No me cabe la menor duda, sobre todo para quienes asistimos periódicamente a nuestro particular, aunque voluntario, aislamiento en los diferentes entornos rurales donde la vida se nos regala con generosidad. Esos lugares adónde nadie acude por casualidad, que están habituados a ver sus calles vacías, a no vernos ensombrecidos por sombras del mismo género, y donde no nos extraña ver que los perros se aburren, y no precisamente porque se sientan cansados y agotados de haber paseado, de mano en mano, como sucede estos días a otros muchos de sus congéneres en los escenarios abrazados por el asfalto de etiqueta metropolitana.

Ellos no están confinados y tal vez sientan tristeza de no ver y sentir en su proximidad a los vecinos de la misma calle por donde siempre han merodeado en busca de un descuidado repitajo que haya descuidado algún vecino descuidado. No obstante, los canes se aburren también cuando perciben que su calle ya no es su calle, porque es una calle cualquiera que los conduce a la misma esquina en donde sopla el poniente, aunque ni ellos ni los vecinos sepan de donde surge el viento y adónde va. Cualquiera de ellos, a la más nimia señal de vida parece abandonar su letargo y otea vagamente en pos del rastro de un indigente minino que ha osado husmear al otro lado de la esquina canina. Sin embargo, el chucho oteador olvida la astucia y recuerda la advertencia de Albert Camus: “En tiempos de peste, prohibido escupir a los gatos”

Es primavera. Antes de que el sol encienda sus candelas y sus rayos rompan la tenue opacidad de la última bruma, el vacío de la noche obsequia a la ausente vecindad callejera con el tufo exclusivo de la leña ardiente que calienta el horno de pan bendito; antes de que los gallos, en sempiterno confinamiento corralero, brinden su tercer cacaraqueo, el alba traspasa las rendijas de los cerrados postigos y una cotidiana melodía de notas palpitantes pone a prueba el virtuosismo de la autóctona formación musical: Herrerillos, petirrojos, carboneros, gorriones, mirlos, golondrinas…

En este lugar, como en todos los hermanos lugares, las puertas de las moradas están bien cerradas y aún abril pinta los tejados con chimeneas que humean, inequívoco santo y seña de que la vida sigue a cubierto, pero nunca con la suficiente garantía de cobertura frente al común enemigo invisible que ha hecho la soledad más redundante en estos solitarios escenarios. Una soledad que acaso una vez por semana rompe el claxon de la furgoneta del pescadero de turno que ofrece su itinerante y fría mercancía entre cajas de poliespán.

Pero la bocina del sacrificado pescadero, la llamada de cualquier otro errante vendedor de todo o el chirriante aviso de la llegada del tapicero no son los únicos ruidos que invaden el silencio más silente de estos parajes. La agencia financiera que ha suplantado a la sucursal bancaria solo opera algún día a la semana, y allí donde ni siquiera ha quedado simulacro de oficina el avisador de la banca ambulante anuncia que atenderá sin atender porque toda la clientela supera con creces la edad de riesgo sanitario. 

Es primavera. Una tibia esperanza de soñar despiertos las risas, los gritos, muecas y ocurrencias de los más pequeños en su primera oxigenación de paredes y progenitores, atisbó ayer la soledad lugareña. En muchos de estos sitios el sueño despertó en feliz realidad, pero en otros muchos el anhelo quedó en ilusión porque desde hace tiempo los niños no tienen sitio en el padrón municipal. Otra vez la doble soledad, la que se tiene de por sí más la que han impuesto que tiene como resultado la soledad al cuadrado, la que dejó inacabada la partida de dominó o del subastado en las desocupadas mesas de los centros de mayores; la que enmudeció la tertulia en la taberna, que permanece cerrada, como la iglesia, que aún con la entrada apestillada parece gozar de vida propia, pues las campanas tañen el Ángelus y a Ánimas, como también tañen los cencerros de algún escaso rebaño que pastorea a su albedrío. 

Es primavera. Las calles no son calles, pese a que los geranios florecidos de algún primoroso convecino cuelguen en las paredes, como cuelga la soledad. Alguna voz inquieta, que se preocupa de que el de al lado se encuentre bien, lamenta: “No se ve un alma en la calle”, un hecho que extraña, pero que aquí no impresiona porque la lección del confinamiento la tenían aprendida de casa, de donde ahora no salen, a pesar de contar con un cielo inmenso, pese a que por su tamaño el patronímico de sus lugares apenas figure en el mapa. Es el nombre, son los nombres de los rincones, pueblos y aldeas donde la vida se vació antes de estar suspendida y donde también es primavera. En sus nombres.

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