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lunes, 20 de enero de 2020

Esas horas de la infancia

Hoy es ayer. Ayer, Gloria, la borrasca, no tenía nombre. Era un invierno cualquiera que se prolongaba durante algunos meses y las nieves pintaban aquel paisaje que tanto nos había enseñado, en donde dejamos dormidos nuestros pueblos y aldeas, con sus casas de blanca cal, bajo un cielo que ha vuelto a llorar sobre las callejuelas de polvo y tierra por las que ya no trashuma un pastor, ni tan siquiera transita una anciana pollina con anónimo jinete esbozado con manta de muletón. En aquellas gélidas, pero cálidas estampas quedaron grabados los sueños de nuestra única patria, la de la infancia. Entonces había tiempo para otro tiempo, aquel que recluía la vida al amor de la lumbre, vivida por propios y vecinos que siempre  tenían  a pedir de boca una interesante historia cercana, un cuento de Calleja o una lejana aventura. Tiempo para la palabra en las ágoras invernales, donde el frio era el mejor aliado para compartir todo, desde el conocimiento a la comida, desde la chimenea al afecto. Tiempo de amistad y sabañones que despertaba la solidaridad con los gorriones, a los que proveíamos de trigo y miga de pan entre cercados nevados.

Ayer, Gloria no tenía nombre; mejor, tenía muchos nombres, todos los nombres de quienes aprendimos a apreciar la exclusiva belleza de los helados carámbanos pendidos de los aleros de los tejados y admirábamos las traslucidas brechas que dibujaban los mapas congelados de balsas y albercas. Había tiempo para otro tiempo, cuando los árboles, las calles y hasta nuestros corazones se vestían de blanco para llenar la vida de copos de algodón. En uno de aquellos ayeres, al calor de las ascuas de leña de encina, el único tío abuelo que he conocido, anciano de perfil aguileño y caballeresco, con algunos hilos de plata prestados a su cabeza, me puso en antecedentes de  uno de sus ayeres como el que ahora nos ha regalado Gloria.

Al abrigo de la casa familiar, siguiendo una vieja tradición impuesta por la nieve, los amigos más íntimos dieron buena cuenta de un calórico menú propio de esta climatología. Allí concurrieron el galeno del pueblo, el tabernero mayor,  un dramaturgo madrileño que disfrutaba de prolongadas estancias en la localidad, el jefe de municipales y director de la banda de música, un maestro de escuela y el anfitrión, a la sazón mi contador. La sobremesa obsequió a tan plural concurrencia con una  heterogénea tertulia en la que se pretendió arreglar el mundo, se habló de literatura, se recitaron algunas poesías, se hojeó el último diario, el músico tocó la pianola y jugaron una partida de naipes. Habían agotado todos los divertimentos propios de la edad y circunstancias. La tarde cabalgó sosegada y nadie quería abandonar aquel ambiente de amistad cordial, en tanto que tras los cristales se suicidaban los jarapos de nieve. De súbito, el maestro propuso un juego infantil. La idea fue aplaudida, pues todos querían aumentar su natural bondad, deseaban ser ingenuos, adquirir  el derecho a sentarse cómo y dónde quisieran, brincar, saltar, reír sanamente, expresar todas las tonterías que se les ocurriera y, sobre todo, olvidarse del terrible trabajo de ser hombres.

Gloria no tenía nombre en aquel ayer. La media docena de amigos no tardó en ejecutar tan inocente ocurrencia: hicieron juegos de manos, en tanto se regocijaban de sus torpezas; el jefe de municipales se descubrió como un ágil acróbata, tras lanzarse desde la pianola, el dramaturgo encontró un diábolo y se mostró un  avezado malabarista, el maestro hizo tiro al blanco con las fichas de dominó que lanzó sobre la dura testa de mi tío abuelo, a quien descalabró, y el tabernero practicó equilibrismo sobre la mesa con una botella vaciada de anís. El facultativo, que debía ser fuerte y ágil, desafió a todos: “Lo que otro haga –dijo- lo hago yo también”. Su atrevida apuesta acabó en rotundo fracaso que todos celebraron. La noche puso punto final a la jornada en la que la santa risa de los primeros años bañó las almas de aquellos vecinos. Los  seis amigos habían pasado cuatro horas jugando, jugando como niños, y durante ese tiempo no hubo ni una alusión ofensiva para los ausentes, ni un arañazo en la vanidad, ni un instante de creerse nadie superior a nadie…todos iguales, fraternales en aquel olvido saludable del “papel” de cada cual, concluyó mi tío abuelo. 

Aquel ayer debió nevar como hoy. Tras conocer otros ayeres, reflexioné: A veces, a ratos, la humanidad es candorosa, sencilla e infantil. Y el hombre es bueno cuando no se acuerda de que es hombre, cuando vuelve a esas horas de la infancia. Un ejercicio que, tal vez, debían practicar quienes, de una parte y de otra, tanto dicen preocuparse, estos días, por los niños y su educación.

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