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lunes, 9 de septiembre de 2019

La Pequeñica, en los campos de té de Ceilán

Los ecos de la peregrinación de la Virgen de los Desamparados del Saliente habitan este lunes postrero. El Cerro Roel, como todos los septiembres, ha acogido un variopinto abanico de peregrinos, fieles a la tradicional romería.  Hay otros peregrinos del mundo que, sin pretensión alguna, dejan su impronta personal en los confines de la tierra. Es el caso de un joven  ingeniero almeriense que por distintas motivaciones viaja con frecuencia a diferentes países y lugares.
Año y medio atrás, con motivo de la asistencia a la boda de un amigo, en India, aprovechó para viajar, junto a su acompañante Isa, al antiguo Ceilán, la actual isla de Sri Lanka, la llamada “Lágrima de la India”. A bordo de un precioso ferrocarril de película, construido en el siglo XIX por los británicos, los dos compatriotas partieron de Kandy, capital de la región del norte, para dirigirse hacia el sur de la isla por uno de los trayectos más bonitos del mundo, que discurre por el centro del país, donde se encuentra la mayoría de plantaciones del conocido “Tea Country”. Su final de trayecto les llevó al distrito de Nuwara Eliya –ciudad de la luz o ciudad en la llanura- donde se ubica un importante núcleo de factorías de té, famosas por las cualidades del té negro, sobre todo el de la calidad “Orange Pekoe”, un término popularizado por Sir Thomas Lipton, uno de los principales pioneros de las plantaciones de té en el antiguo Ceilán. 

El hotel rural Cottage San Franceso, en los límites de la Reserva Natural Pidurutalagala, albergó a la pareja española que no tardó en sucumbir a la tentación de adentrarse por las veredas que serpentean las infinitas extensiones de los arbustos de "Camellia sinensis". A las puertas de una de las casas construidas con bloques y ladrillos sin revocar, sobresalientes entre las plantaciones, se tropezaron con la confusa y profunda mirada, a caballo entre la curiosidad y la desconfianza, de una familia integrada por dos mujeres adultas, una joven y dos niños.
En la creencia de que podían molestar, los viajeros hicieron ademán de alejarse, cuando una de las mujeres les inquirió en inglés: ¡Hola¡, ¿necesitáis algo?. Con cierta timidez, los paisanos  respondieron con una negación y explicaron que sólo estaban paseando y conociendo el lugar. La misma voz femenina que les había interrogado les invitó a tomar un té de las plantas que les rodeaban. No lo pensaron dos veces y aceptaron la improvisada hospitalidad, adentrándose en la casa, donde la eterna, agradecida y noble sonrisa de sus moradores les persiguió durante la inesperada acogida, una actitud que escribió con mayúsculas la riqueza humana, pese a la aparente pobreza, de aquellos campesinos del té. Mientras las mujeres preparaban la infusión, sentados en un sencillo sofá, los invitados eran presa de la profunda y asombrosa mirada de los más pequeños, de tal guisa que el niño se acercó al viajero para tocar su piel blanca y, tal vez, convencerse de que seres con otro color –tan desconocido para él- también hay en sus días. 

Dos tazas de vidrio transparente con un exquisito té negro y unos bizcochos, similares a los de soletilla o melindres almerienses, hicieron las delicias de los viajeros, quienes, bajo la presidencia de un considerable receptor de radio, entre paredes verdosas y simples cortinas, descubrieron la religiosidad cristiana e hinduista de tan afable familia. Un ídolo hindú compartía estancia con algunas imágenes de cristos, vírgenes de diversa advocación y una imagen del Sagrado Corazón. Tras la despedida de una de las mujeres, los demás integrantes de la familia permanecieron enlazados entre sí, al tiempo que, en silencio, observaban y sonreían sin musitar.

A tan generosa hospitalidad, el joven ingeniero quiso responder, pero no sabía cuál sería el presente más adecuado: ¿dinero?, ¿ropa?, ¿algún enser personal?. Frente a tan valiosa riqueza humana descubierta no cabía admitir la aparente pobreza material. En tal disquisición recordó el agradecido paisano  que desde su etapa de estudiante, en Córdoba, siempre ha llevado en su cartera una imagen de la Virgen de los Desamparados del Buen Retiro del Saliente, que su madre, “Juana Caracoles”, ha procurado introducir y renovar cada cierto tiempo. Convencido de que, dada la religiosidad de la familia cingalesa, la referida imagen podría ser un obsequio valioso, se la entregó con las oportunas explicaciones de su advocación y procedencia, y de que cuidaría y protegería a sus nuevos dueños. La imagen de “La Pequeñica” habita desde entonces en esa humilde casa de las plantaciones de Ceilán, entre las eternas sonrisas de los cultivadores de té.


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