Los meteorólogos anuncian la llegada del frio, que es como decirnos que nos preparemos para buscar cobijo en casa y alejarnos de los encuentros sociales y familiares a la intemperie, pero ahora nada es como antaño. Y es que había un tiempo -no tan lejano- en que las familias se reunían sin que una pantalla iluminara los rostros. El otoño moría despacio, derramando hojas secas y enfriando el aliento de las mañanas. En las casas, olia a café recién colado, a castañas asadas y a los espesos guisos que nos recordaban que dentro siempre hacia más calor. Las tardes eran cortas, pero más hondas. Bastaba con que la luz natural se retirara por la ventana para que nos acomodáramos en torno al fuego o a la mesa de camilla. No habia notificaciones ni timbres digitales que interrumpieran el murmullo familiar. Los mayores hablaban de cosas que a veces parecían historias, a veces lecciones disfrazadas. Los niños -porque antes siempre había niños desparramados por el suelo- escuchaban a medias, entretenidos con juegos que solo necesitaban chapas de botellas, botones huérfanos o el inagotable ingenio que se despierta cuando no hay nada que te lo dé hecho. El invierno intensificaba la liturgia. Afuera, las calles parecían más angostas bajo la neblina, pero dentro la casa era un refugio tibio. Las noches eran largas, pero se llenaban de conversaciones que se extendían sin prisa. Había quien sacaba la baraja, quien abría un libro gastado, quien contaba anécdotas. Y cuando el viento silbaba fuerte, todos se acercaban un poco más por ese impulso secreto que lleva a las personas a buscarse cuando el exterior se vuelve áspero.
Lo más extraño, visto desde hoy, es que nadie parecía echar de menos nada. La casa hacía de pantalla única: alli se proyectaban los recuerdos, los chistes, las discusiones y los silencios compartidos. Esas tardes y noches forjaban vinculos sin cables ni contraseñas, solo con presencia, con tiempo entregado. Quedan, en quienes lo vivieron, ecos de ese mundo: el chasquido de la leña y la voz de una abuela que contaba el mismo cuento cada invierno. Y quizá también un anhelo: el de volver a reunirnos sin pantallas, aunque sea por un rato, y recordar que, antes de que lo digital nos alumbrara, ya sabíamos iluminarnos unos a otros.
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