Los hábitos y costumbres de los lugareños se mantuvieron aquella tarde sin alteración alguna. Cuando el ecuador vespertino irrumpía en la localidad con el agudo tañido de las campanas, los escasos clientes que aún permanecían en una de las mesas del casino popular diseñaban las últimas jugadas de la partida de dominó que, como cada día, compartían en aquellos veladores con tableros de mármol y en las mesas de camilla que en invierno aliviaban, como los mejores hogares, las gélidas temperaturas que se registraban en la comarca norteña de la provincia. Doble pito, blanca…, la cantinela recreativa se sucedía reiteradamente como la de un rosario profano en torno a las cuentas que conformaban las blanquinegras fichas que rompían sobre el mármol el runrún de una despistada mosca que había salido indemne de la cascada de” flix” con la que a diario, antes de la apertura, el regente del establecimiento, Luis de Haro, -un ex guardia civil- regaba todas las estancias del céntrico establecimiento. Languidecía la tarde. En la antesala del crepúsculo, los entramados de las callejas se llenaban de familiares sombras que a paso uniforme regresaban de sus cotidianas tareas agrícolas.
Las puertas de las tabernas y bochinches –“Antonio el Casiano”, Pedro Joaquín, Miguel el Bestuga..- reabrían su exclusivo mundo espirituoso que no tardarían en habitar los parroquianos cotidianos y algún que otro cliente de nuevo cuño, tal vez algún viajante comercial o un forestal de reciente incorporación a su plaza. Pero antes de que concluyera ese tránsito crepuscular, la histórica ágora de la barbería de José Sánchez Martínez, “José el Barbero”, había registrado el paso de su familiar clientela, incluido don Pedro Reche, el sargento, comandante y máxima autoridad del cuartel de la Guardia Civil.
Aquel “salón de belleza” masculino ocupaba unos escasos metros cuadrados de un bajo alquilado en la calle San Juan, donde su único titular y propietario, “José el Barbero”, la regentó casi dos décadas –sin contabilizar los ocho años que la tuvo abierta en la localidad alicantina de Ibi-, tras suceder a la originaria barbería –situada en los bajos del antiguo edificio de la extinta Hermandad Sindical Mixta de Labradores- que atendiera su hermano Miguel, maestro de fígaros, un tipo soñador y en cierta forma un “bon vivant”, muy aficionado al arte de Cuchares, quien no dudaba en desplazarse a cualquier capital de provincia para asistir a lidias y corridas.
Por el contrario, su hermano José, ambos hijos del “Tío José el Visco”, mostró siempre una decidida inclinación por mejorar e incrementar su formación y conocimientos, desde cuando muchacho acudía en bicicleta, junto a su amigo Mateo Gallego, al cortijo del Collado para recibir la peculiar docencia privada de don Manuel Masegosa. José distribuía su trabajo semanal con servicios a domicilio para pelar y afeitar en los anejos y en el municipio, donde su variada y variopinta clientela le proporcionó no pocas y curiosas anécdotas. Una de ellas, le ocurrió con Ramón Martínez , aficionado a la caza y propietario de algunos ejemplares de pájaros de perdiz, a quien cada semana afeitaba dos veces y pelaba una. Cuando acudía al domicilio y las aves entonaban su “cuchichí, cuchichí”, el enjabonado cliente se arrancaba con su personal imitación del canto avícola, y ante su incesante movimiento facial el presto barbero no tenía más opción que recurrir a su paciencia y esperar que el silencio de los pájaros detuviera al imitador y poder rasurar con la navaja la jabonosa barba, fuera de todo riesgo.
La clientela de aquella singular barbería de finales de los años cincuenta y la década de los sesenta –me cuenta José Sánchez, hijo del mítico barbero- estaba clasificada y tenía sus horarios: Los de “ beneficencia” –mozalbetes que no podían abonar el servicio y, además, eran invitados a tabaco por la casa-, los que utilizaban la ventana del establecimiento para recrear la vista con la lozanía femenina que deambulaba por sus lares, los clásicos, ya maduros, que recalaban antes del chateo para pulsar la actualidad y arreglar el mundo, informarse con el semanario “7 Fechas”, descubrir los crímenes más escabrosos con “El Caso” o entretenerse con alguna de las numerosas novelas del Oeste que sostenían las estanterías; y los adictos a las armas - sobre todo cortas- y a la fabricación de la correspondiente munición.
Allí disponían de hornillo y útiles metalúrgicos para fundir el plomo que previamente obtenían de rebañar las juntas plúmbeas de las verjas de los huertos cercanos. Calentaban el cazo con alcohol y tras fusionar el plomo lo depositaban, ya líquido, en las vainas “reciclables”, a las que habían asido su correspondiente mixto. Tales operaciones se realizaban a ojos vista de todo el mundo. Al igual que todo quisque podía observar cada tarde la llegada de aquellos inocentes “pistoleros”, quienes depositaban sus armas en un armario que era todo un armero que generosamente cedía el regente del local, donde cierto día mi tío Segundo, ciego de nacimiento, se afanaba en engrasar y limpiar su revólver. En esas estaba cuando llegó don Pedro, el sargento, quien, tras saludar amablemente, preguntó al temerario de mi tío: ¿Qué tal Segundo, limpiando el arma?. “Ya lo ve usted don Pedro”, respondió su interlocutor. “Pues a seguir, que yo voy a ver si me afeita José”, concluyó la autoridad. En otras ocasiones, antes del afeitado o el corte de pelo, el sargento Reche abría la alacena, al tiempo que con cierta sorna preguntaba al barbero: ¿Cómo está hoy el armero?, y cerraba las puertezuelas.
Hace unos días, cuando veía el montaje gubernamental de la fundición del armamento incautado al terrorismo recordé estas otras armas del establecimiento de José Sánchez, el barbero de mi pueblo. Una realidad que para muchos ciudadanos puede resultar inverosímil o una imaginaria historia de algún título de Berlanga o de José Luis Cuerda. Pero no, es el relato verosímil de otras armas, unas armas limpias.
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