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miércoles, 4 de noviembre de 2020

El aceite de las ánimas

Noviembre humilde del crespúsculo dominical regaló ayer a mis ojos el espectáculo natural de un horizonte de plata encendido al sureste de mi ubicación, en las puertas del cementerio de mi pueblo, donde la vida buscó a las vidas ausentes. A extramuros del camposanto, la mirada viaja irremediablemente, Almanzora abajo, entre suaves colinas, sobre un desnudo paisaje, acaso tamizado de escasos olivares y almendrales, abundantes esparteras y tomillares, hasta quedar cegada por la inmensidad del Mediterráneo, tan cerca y tan lejos. Intramuros, las calendas –ayer y hoy- visten de sepia la rosaleda anual plantada en ánforas, jarrones y macetas, y tañen de pino las campanas de la memoria. Inevitable remembranza cuando la tierra duerme yerma su elegía sobre rastrojos sedientos de nuevas semillas. 

Fiesta de todos los Santos, ayer, y hoy, el Día de Difuntos, escriben el tiempo con el dueto antagónico de la muerte y de la vida, que es más vida en los festejos de aquí y de allá, que celebran con diferentes nominaciones la misma cosa. Y la muerte, dormida y silente, reinante en los camposantos, asediada por la explosión vitalista de las flores y las plantas que quiere sembrar los cementerios de espigas de esperanza, tras un reguero de lágrimas y de recuerdos imborrables.

En este tiempo de convulsa encrucijada y bruñido nocturno, los usos, tradiciones y costumbres fluyen en diferentes manifestaciones: Espronceda pasea entre bambalinas al Estudiante de Salamanca y José Zorrilla resucita los escenarios con el clásico don Juan Tenorio, que en las tablas orialeñas siempre fue asiduo con sello autóctono en noches como la de ayer, de cuya función - con libreto del médico Francisco Lastra Recio- llega a mis manos un testimonio epistolar del almeriense Nicolás Alario, dirigido en 1900 a María Joaquina Martínez García –hija del farmacéutico local Antonio Martínez-, una de las actrices amateur de aquella representación del primer año del siglo XX: “Mi más distinguida y apreciable amiguita. Es en mi poder su grata atenta, sintiendo en el alma su dolencia sufrida, por lo cual no he recibido antes la gran satisfacción que hoy experimento con su misiva, al par de su total alivio. Mucho le agradezco su buen deseo respecto a que nuestra niña sea buena, por lo que a mí atañe. Pues por el bien del pueblo de Oria yo, no siendo de dicho pueblo, tenga la certeza que le quiero quizás tanto como usted misma; no podré decir la razón, pero ello es que me siento alegre cuando de él me ocupo, gozando siempre que hablo con un paisano de usted. Por mi pariente sé que hará usted su debut, con su señor padre y mi buen amigo, en el teatro. Cuantísimo siento no poder asistir para tener el gusto, en esta ocasión, de admirar y aplaudir lo que en el género artístico valga, que a buen seguro tengo que, como en todo, será muchísimo, por lo que mi afecto y adhesión hacia usted es cada vez mayor..” Don Juan Tenorio no faltó aquella noche del primer día de noviembre de 1900. La representación dramática y la novel actriz cosecharon un rotundo éxito, según las crónicas de la época.

Fuera del patio de butacas triunfaba la gastronomía, rica y variada, rotunda en torno a la reina familiar dedicada a los muertos: las sabrosas castañas asadas, un regalo del bosque colmado de virtudes que tanto acompañó, en noches como las de estos días, a la pléyade de acólitos, monaguillos, sacristanes y adláteres, quienes, convocados en torno a un brasero de picón de la sacristía de la Basílica, aguardaban el turno correspondiente, entre sorbito y buchito de vino o aguardiente, para asirse a las cuerdas que pendían del campanario y con devota vocación emplearse en el pausado tañido a difunto –popularmente, a pino- que durante la festividad de Todos los Santos y el Día de Difuntos acompañaban, día y noche, a la vecindad, que de buen grado aceptaba tan sonora tradición que durante casi cincuenta años mantuvo intacta el extinto presbítero José María Lozar Serrano, y que, de alguna manera, emulaba la celebración del Magosto gallego.

Aquellas veladas concitaban los más diversos temas de conversación, si bien con frecuencia se acudía a leyendas propias de la conmemoración, entre las que no faltaba “El Monte de las Ánimas”, de Gustavo Adolfo Bécquer, y otros pasajes cercanos que rememoraba con admiración y magisterio el escolano Francisco Rodríguez, quien había profesado de terciario franciscano. Aquellos episodios escabrosos, de tinieblas e intriga, no dejaban indiferente a la joven concurrencia que quedaba embaucada.

El Día de Difuntos no puede celebrarse sin velas, la luz con la que según algunas creencias se recuerda a los seres como símbolo de vida y permitirá a las almas encontrar el camino de regreso al que alguna vez fue su hogar. De esa luz nunca se olvidó María Joaquina Martínez García, la bisoña actriz del Tenorio, quien, dada su acervada religiosidad, conservó durante años un “Cuaderno de promesas” para no olvidar su compromiso. Entre otros juramentos piadosos y de solidaridad humana, la hija del farmacéutico de mi pueblo anotó y cumplió uno vinculado a las velas y a su luz de estos días: “Un cuarterón de aceite para las ánimas benditas”. En aquella festividad de Difuntos del primer año del siglo XX, la antiquísima lámpara de orfebrería alumbró a las ánimas de mi pueblo con el aceite de aquella ofrenda. Fue el aceite de las ánimas benditas.

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