Anteanoche, antes de ceder el entendimiento al descanso, como hago durante las últimas semanas, avisté tras los barrotes de cristal que la vigilia –madre de todas las vigilias, en esta ocasión- apenas muta en este desconocido paisaje que, día tras día, nos acoge.
Más allá de la reducción numérica de los luminosos de neón de los dormidos bares y chiringuitos, más lejos de las guirnaldas tricolores de las hileras semafóricas que escoltan la vía urbana que habito, al otro lado del follaje creciente –más verde y espeso- de los fresnos, estáticos nazarenos vegetales de las procesiones de mi calle, el atrezo cotidiano no incorpora al escenario nocturno ni tan siquiera el acecho de la huidiza sombra de una rata hambrienta en torno a los contenedores de basura. Quizá tan detestables roedores se sientan inseguros en el escenario más anhelado, en la actualidad, por muchos de nuestros conciudadanos.
Con la sensación de que la quietud impera –es lo mejor que nos puede acontecer- en nuestras vidas, oteo otro escenario existencial, el de mi pueblo, justo en el instante en que los huérfanos semáforos urbanos encienden al unísono su prohibitiva luz roja.
El silencio sepulcral de las desiertas callejas rurales, más solas que vaciadas, -a excepción de un asustadizo gato blanquinegro- tan solo es roto por los estruendosos estampidos de algunos cohetes que se hermanan con las estrellas para rememorar costumbres y tradiciones en la medianoche más luminosa de los creyentes cristianos.
Una medianoche que la moviola del corazón lleva a rituales de antaño, de agua y fuego, llamas de brasero para la luz y fuego de pólvora jubilosa que, décadas atrás, escupía el cañón del revólver reglamentario de Tomás Martínez Castaño, el Tío Tomás, jefe de municipales, quien cada sábado santo anunciaba la buena nueva de la Resurrección con el vaciado de un cargador de su arma.
Aquellos disparos al aíre se unían a no pocas escopetas de caza que tronaban sus cañones bajo el campanario de la Basílica, testigo vivo de volteos y repiques –a rebato, vísperas o ánimas, difuntos o pino, nublo y Ángelus, entre otros- que tañen las tres añejas campanas que moran en la torre: la de Nuestra Señora de las Mercedes, de 1779, la llamada Jesús, José y María, de 1882, y la de Nuestra Señora del Carmen, del siglo XVI. Anteanoche, como ayer a mediodía, los tres campanos cumplieron fielmente su cometido, sin embargo los escenarios, pese a ocupar los mismos espacios, no son los mismos.
Echo cuentas, pues en estas tablas del drama más real del siglo el crono se me antoja inmóvil, y la templanza primaveral, el hermoso sosiego de abril que deberían acompañarnos ahora con buen pie, asentarse en ciudades, barrios y pueblos para hacer honores a las bonanzas propias de esta estación climatológica parecen contrariados, como el pacífico remanso que siempre nos cobijó por estas calendas: Un tiempo para cuidar los cultivos de temporada, un tiempo para cultivar la belleza de una primavera que hoy suena más a Mozart, aunque es de Vivaldi; un tiempo que, pese a que no lo parezca, debe brillar de esperanza como la “Luna de abril” de Carlos Cano: “Abril para vivir abril para cantar/Abril flor de la vida al corazón/Abril para sentir abril para soñar/Abril la primavera amaneció…La luna fue en abril en abril fue el amor..”. Y es que es abril, pero sin abril.
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