Cuando olemos la tierra mojada sentimos la frescura de la lluvia en nuestra piel |
Los densos instantes de borrachera sensitiva viajaron conmigo a los húmedos campos sembrados de cepos con trigo para los gorriones, a los rebosados arroyos y a las escondidas charcas en las que, tras jornadas pluviosas, nos sorprendían imprevistos ¡croac, croac! de las ranas temporarias. Pero nada como el anarco chapoteo con las primeras katiuskas en el charco más próximo que se formara en nuestra calle; nunca como entonces se rindió mejor homenaje a “Katiuska, la mujer rusa”, la zarzuela de Pablo Sorozabal, cuya protagonista dio nombre a las eternas botas de agua. Y es que el olor a tierra mojada es un regalo de la naturaleza que nos conecta con la vida, es un aroma que nos habla de la vida, de los ciclos de la naturaleza y de su poder, es un olor que nos hace estar unidos a la tierra y a todo lo que existe en ella, al tiempo que nos habla de la fragilidad de la propia vida. Cuando olemos la tierra mojada sentimos la frescura de la lluvia en nuestra piel y en nuestra mente. Sentimos la humedad del suelo y el sonido de las gotas de agua cayendo sobre las hojas de los árboles. Sentimos la conexión con la naturaleza en su estado más puro y nos sentimos libres y en paz con el mundo. La tierra mojada nos lleva a los bosques y jardines de la felicidad y la inocencia. Por eso, como afirmara Charlie Chaplin, me gusta caminar bajo la lluvia porque así nadie puede notar mis lágrimas.
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