Nunca emanarán el particular tufo de antaño porque ya nada será como cuando creíamos en la inmutabilidad de la llamada normalidad. La vida ha cambiado y aún mutará más. Esos espacios siempre han conformado, en gran parte, las aristas de nuestra existencia, como en tantos otros muchos lugares del mundo. Acaso aún hayamos olvidado la primera vez que cruzamos el umbral singular de cada uno de esos esenciales escenarios de nuestro ligero o pesado paseo existencial. Tal vez no podamos reconocer siquiera las voces y las risas que hablaron y rieron con nosotros, las frases y expresiones que sin pretensión alguna conformaron una misma parroquia, casi una misma familia, donde el tú a tú era el medio de comunicación habitual de tantas generaciones de parroquianos que encontraron entre las policromadas paredes de los incontables garitos que en la vida han sido los más piadosos confesionarios, donde tantos inconfesables pecados vomitaron nuestras bocas aguardentosas y donde tan piadosas y reconfortantes penitencias nos absolvieron. A buen seguro que cada uno de esos rincones del tránsito personal nos ha regalado un dato, un nombre, una fecha, una anécdota, una seña de identidad, una historia o un relato que el tiempo, como cruenta raposa, ha querido banalmente arrebatarnos. Sin embargo, el ser que cada uno conforma ha mostrado sus dotes de rebelión y ha impedido hacer olvido de la memoria. Esa memoria que nos lleva a aquel reconfortante refresco infantil, a los reñidos y no siempre conseguidos granizados, a la primera, amarga y detestada cerveza adolescente o a los precoces chatos de vino que tantos guiños nos originaron para quedar reflejados en los espejos publicitarios de “Tío Pepe” o “Robustiano”, que tantas barras coronaron, entre un laberinto amorfo de repisas prietas de los más variados licores y elixires.
Tras la defunción encadenada de muchos establecimientos por mor de la pesadilla que todavía tanto colea, ahora que, poco a poco, persianas, verjas y puertas abren los espacios de ausencias a la parroquia fiel que vuelve a soñar con el calor, color y ambiente de su bar, su cafetería o su taberna de siempre, bien merecen estos templos de vida un justo reconocimiento y sus propietarios, dueños, regentes y todos los empleados un meritorio agradecimiento, pues al otro lado de la barra, en los fogones o en veladores y mesas, ellos han entrado sin pedirlo en nuestras biografías. Sus presencias han sido providenciales en no pocas ocasiones: depositarios de confidencias, confesores, psicólogos, asistentes sociales, banqueros, abogados, jueces, alguaciles y hasta médicos, sus compañías han sido imprescindibles para abrir pórticos de esperanza y cerrar abismos de tinieblas o aliviar penas y dolores, pero también han brindado gozos y alegrías.
La historia tabernaria tiene sus orígenes en el siglo XI, en las posadas surgidas para abastecer a las diligencias. Estos establecimientos pronto se convirtieron en epicentro de las relaciones sociales de cada pueblo y ciudad, en donde las primeras tabernas tenían sus puertas teñidas de rojo como símbolo del vino que siempre han vendido. Como rojos eran las tapas de los barriles de madera que suministraban el licor de Baco, donde cuando niños pintábamos las peonzas desteñidas. La nominación de bares y tabernas de la trayectoria de cada cual puede no existir o ser numerosísima, según la vocación tabernaria. Nombres y recuerdos íntimamente unidos a la trashumancia personal que por el mundo ha ido. Nominaciones y escenarios donde hemos escrito páginas imborrables de nuestras vidas, donde en nuestra inicial visita al primer bar accedimos para pedir, tal vez, un consolador vaso de agua, que nos suponía cierto estirón porque apenas sí llegábamos a la altura de la barra. Cada cual guarda como un tesoro perpetuo su particular archivo tabernario. En mi caso ha habido tanta nombradía que muchos apelativos se han diluido en la nebulosa del tiempo. Sin embargo, habitan el recuerdo algunos renombres como “Pedro Joaquín” –laboratorio del primer grifo de cerveza que arribó a mi pueblo-, Antonio “El Casiano” y sus tapas para transeúntes, Miguel “El Cerero”, colmado para todo, Miguel Reche, “El Bestuga”, -esmerado, pero caro- Ramón “El Abuelo”, Pedro Sánchez “La Parra”- el inmemorial sabor de los juveniles vinos estivales con el eterno amor-, “El Zingaro”, “El Pérez”, “María la Castellona, “San Antonio”, “Los Castillos”….y tantos, tantos establecimientos que en numerosos lugares han sido posada y refugio de este parroquiano que hoy invita a gozar del exclusivo e imperecedero sabor de la añeja tradición de cualquier taberna, la taberna de tu vida.
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