Una bandada de zorzales que regresaba a sus nidos, a última hora de la tarde de ayer, encendió el proyector del tiempo en estos días blancos que visten media provincia de promisión acuífera. Bajo el aleteo uniforme de las aves se detuvo la mirada en los paisajes de otro tiempo, cuando la vida regalaba vida en los páramos de interior. Esos escenarios rurales que desde hace años se desangran, como las aguas que ahora fluyen, ríos abajo, en pro del desarrollo y el progreso de los núcleos costeros, donde se asienta la población en busca de futuro y de sueños cumplidos; como el sueño de los inviernos que, nada más iniciar su andadura, acogían los regresos imprescindibles.
Aquel invierno, como todos los inviernos de aquellos años, fue gris y frío. Gris como la nebulosa desconocida que se ceñía sobre la ingenuidad de aquellos diminutos e inquietos hombrecillos, a quienes les tocó jugar a ser muy niños. Aquel invierno fue frío. Frío como el aire que cortaba la piel y arañaba las manos. Soplaba viento de poniente, también llamado “de arriba”. Vivíamos en enero, como ahora. Enero es la miel del invierno, el néctar de la añoranza que alimenta la vida anhelada de cada cual, la que quiso ser y no siempre pudo porque quedó varada en el trampolín del sueño. Un viento helado escribía esa mañana los renglones de la memoria. Las ausencias, las privaciones o pérdidas de alguien o algo muy queridos, nos llevaron a morder el cogollo del invierno, las sensaciones y sentimientos que dejaron acuñadas las inevitables añoranzas que a cada cual toca, que son como el tesoro buscado que nunca llegamos a encontrar a pesar de haberlo rozado.
El regreso invernal a casa siempre lo he considerado como un viaje a los paisajes de interior, a los recuerdos perpetuos con los que he intentado inútilmente retener el devenir del calendario. Esas estampas de juegos inventados sobre los pinares aledaños de las ruinas de la fortaleza, las caminatas desde el alfa de la niñez por senderos pedregosos que nos llevaban a las fuentes ocultas, bajo zarzas por las que corría el agua cristalina en la que se zambullían los pájaros que intentábamos apresar para luego indultar. La remembranza nos ha conducido siempre en estos viajes reiterados que tan necesarios son para no perder la ubicación de nuestros orígenes ni las razones de nuestro corazón.
Aunque el paisaje esté mermado de vidas y las casas se encuentren menos habitadas, aunque el silencio viva apagado en las tardes tediosas en las que ya no se oyen los ecos de los jugadores cuando cantaban las cuarenta en bastos sobre los añejos veladores del casino rural, aunque las noches sean más prolongadas y apenas encontremos dispuestos conversadores, aunque los encuentros tabernarios hayan perdido adeptos, aunque muchas tertulias hayan sucumbido al entretenimiento de los seriales, aunque la globalización haya robado, en parte, las relaciones interpersonales, a pesar de todo hay que volver.
Hay que volver. Como volvemos aún pese a que sepamos del dolor del alma ante la carencia de abrazos y besos tan nuestros. Hay que volver, aún cuando nos hiera otro dolor más, el de las ausencias. Sabemos que nuestro regreso supone un paseo inevitable por la arboleda de los sueños desvanecidos, como la arboleda perdida de Rafael Alberti, un recorrido ineludible por la senda de la añoranza, una fotografía en sepia de nuestra vida. Siempre volvemos en invierno a esa habitación interior que para muchos tiene nombre de caserío, de aldea o de pueblo. Siempre volvemos, de un invierno a otro, a esas estampas invernales que no han perdido la capacidad de sorprender y mucho menos de hacerse insensibles a nuestra piel, que tampoco es huérfana del tacto único de las bolas níveas cuando dan en la diana de nuestros cuerpos, como aún mantienen las chimeneas humeantes el inconfundible tufo de leña quemada o el tentador olorcillo de “chicha” asada. Hay que volver siempre a esas entrañables estampas que hablan con el corazón.
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